EL VUELO DEL COLIBRÍ_ RELATOS

jueves, 29 de enero de 2015

EN SUS REDES




Desde la torre del campanario se escuchaba el tañar de las campanas, que cada domingo anunciaban la hora de la oración. Casi todos los habitantes del pueblo, ataviados con sus mejores vestiduras, acudían a rendir culto a Dios. El padre Federico era el responsable de los oficios. Mi abuela y yo, siempre leales, acudíamos sin demora.
En aquella época de penurias, donde lo material no era más que pura quimera, nosotros éramos bastante privilegiados.


Nuestras tierras eran las más poderosas del pueblo. Teníamos varias hectáreas de terreno sembradas de viñas y aquellos viñedos proporcionaban un enorme poder adquisitivo, lo cual, ayudo a mí abuela a heñir la fortuna mas grande de todos los habitantes del pueblo. Poseímos una enorme casa a las afueras de la villa y otras tantas repartidas por el pueblo. Disponíamos de una servidumbre que nos hacia la vidas, mucho más cómoda.
Desde que nací, mi abuela fue como una madre para mí. Cuando quedé huérfano, con tan solo ocho años, ella se hizo cargo de mí y por supuesto, de mi educación. Pero el principal objetivo de aquella formación era
básicamente, la religiosa, cuya creencia dotaba al pobre de fuerzas espiritual para seguir adelante y al morir, alcanzar el Reino de los Cielos. También ayudaba al rico, a que fuese aún más poderoso y aquellos privilegios, los otorgaban los incondicionales “amigos” provenientes de La Santa madre Iglesia, que se introducían sibilinamente, en las familias más pudientes.

Mi abuela, única dueña de aquel poderoso imperio, era visitada a menudo por el párroco del lugar. Recuerdo, como casi todas tardes a la hora del té, el padre Federico llegaba puntual. Era muy correcto en el trato. Mi abuela, se sentía inmensamente afortunada por sus continuas visitas. En su corazón, había crecido un gran afecto por el padre, gracias a los amables gestos, observaciones y consejos oportunos del eclesiástico.

Aquel pueblo estaba dotado de tierras exclusivamente agrícolas, una gran parte de los habitantes del pueblo trabajaban en nuestros campos.
El padre Federico era muy apreciado entre todos los lugareños. 
En sus paseos por el pueblo todos los fieles le solían besar la mano, y él, en agradecimiento, orgulloso sonreía. Cuando me topaba con el padre, procuraba hacerme el despistado, dando, si hacia falta, un gran rodeo para evitarle. 
Esa simpática sonrisa que le caracterizaba y esa actitud de bonachón, la sustituía propinándome un sermón, y en cuanto veía a mi abuela, le relataba mis hazañas.


Yo me consideraba un chico normal, quizás algo cruel con los animillos del campo y con los insectos, pero mis “inocentes travesuras” de niños de mi edad, superaban la paciencia de mi abuela. Los castigos eran continuos y los sermones provenientes del padre Federico eran verdaderamente desconsiderados y desproporcionados. El buen padre pretendía que mi persona estuviera envuelta en un aura, como si de un Santo se tratara. Pero mi desenfreno no tenía enmienda...

El padre me tenía sometido a continuas confesiones, con sus consecuentes penitencias. Reconozco mi rebeldía, pues mi arrepentimiento no duraba demasiado, pese a los credos e infinidad de oraciones a las que me sometían. Pero los continuos enfrentamientos por mi inocente actitud de jovenzuelo, hacían que esa situación sobrepasara a todos, haciéndolas insostenibles.

Cuando cumplí los doce años, mi abuela me ingresó en una escuela Diocesana. Tenía la sana intención de que consagrase mi vida al estudio de la religión, otorgándole a dicha formación, una dedicación plena.

Se había aferrado a la ilusión de que su único nieto fuese uno de esos educados sacerdotes, que engalanado con sus hábitos dominicales, ofreciera a los fieles la palabra de Dios, llenando de orgullo a la familia.

Pese a mi negativa, mi incorporación al seminario fue inmediata. Mientras que los chicos de mi edad disfrutaban de juegos y primeros amores, yo aprendía la doctrina.

Durante el tiempo que pasé en el seminario, la rutina de las oraciones me superaba. Un ejército de recuerdos, legado por rechazo que siempre me produjo la figura del padre Federico, me perseguía. Los mantuve aferrados a mi mente durante toda la permanencia en aquella institución. 

Cuando decidí alejarme de aquella vida de oraciones y plegarias, rompí al completo las ilusiones de mi abuela, destrozando todos los esquemas que había puesto sobre mí. Se llevó el disgusto más grande de su vida. Por aquel entonces su salud estaba ya muy deteriorada.

A mi regreso a casa, el padre Federico seguía asediando a mi abuela con sus persistentes visitas.

Él siempre fue un gran tertuliano, con sus coloquios, tomaba la delantera en cada conversación. Mi abuela, cautivada por su verborrea, siempre se mostraba ¡tan agradecida¡ .En las reuniones familiares mi abuela comenzó a ignorarme. Su enojo, por mi decisión de abandonar los hábitos nos mantenía alejados . Incluso me había retirado la palabra, solo se dirigía hacia mí, en señaladas ocasiones, concediéndome el irónico trato, de usted.


A los pocos meses de mi regreso a casa, ocurrió algo que todo nos negábamos a aceptar. Era domingo y esperábamos a que mi abuela nos honrara con su presencia, para después del desayuno, como de costumbre, partir hacia la iglesia. Pero su retraso nos inquietaba. La doncella subió a su alcoba, pero mi abuela yacía muerta en su cama, su corazón había dejado de latir y ella de existir, para así, unirse al Reino de los Cielo como era su fervoroso deseo.

El padre Federico ofrecía misa a los fieles como de costumbre. Al terminar y advertir nuestra ausencia, fue a casa de inmediato. Halló lo ocurrido, mostrándose terriblemente consternado y colmando de elogios, a mi abuela.

El entierro y la misa por su alma, fue muy popular. Todo el pueblo acudió a ofrecerles sus respetos, como se esperaba. 

La mañana de la lectura del testamento el primero en presentarse fue el padre Federico. La herencia de mi abuela tenía muy claro su destino. Todas sus tierras, sus posesiones, su poder absoluto los donaba a la Iglesia. El regocijo del padre Federico era palpable. Reconozco que para mi fue una verdadera sorpresa, como un jarro de agua fría vertido sobre mi espalda, aunque también confieso, que antes de que empezaran a leer el testamento, tuve esa tremenda corazonada. Yo, anulado en la resolución de aquel legado, solo recibiría una pequeña casa y algo en efectivo para subsistir hasta que encontrase un empleo.


En aquel momento sentí como si no hubiese tenido pasado. Como si solo el presente fuera la única parte de mi vida que me quedaba por valorar.
Nuestra fortuna, nuestras tierras y nuestra potestad, cayeron en las redes de la Iglesia  y con ella se fue mi poca fé, en dicha institución. Hoy, pasado el tiempo, solo alcanzo a rememorar con muchísimo rechazo, como el padre Federico con su poder, supo cosechar las mieles de su triunfo…



Autora-Margary Gamboa.

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