Desde la torre del campanario se escuchaba el tañar de las campanas, que
cada domingo anunciaban la hora de la oración. Casi todos los habitantes del
pueblo, ataviados con sus mejores vestiduras, acudían a rendir culto a Dios. El
padre Federico era el responsable de los oficios. Mi abuela y yo, siempre
leales, acudíamos sin demora.
En aquella época de penurias, donde lo material no era más que pura quimera, nosotros éramos bastante privilegiados.
En aquella época de penurias, donde lo material no era más que pura quimera, nosotros éramos bastante privilegiados.
Nuestras tierras eran las más poderosas del pueblo. Teníamos varias hectáreas
de terreno sembradas de viñas y aquellos viñedos proporcionaban un enorme
poder adquisitivo, lo cual, ayudo a mí abuela a heñir la fortuna mas grande de
todos los habitantes del pueblo. Poseímos una enorme casa a las afueras de la
villa y otras tantas repartidas por el pueblo. Disponíamos de una servidumbre
que nos hacia la vidas, mucho más cómoda.
Desde que nací, mi abuela fue como una madre para mí. Cuando quedé
huérfano, con tan solo ocho años, ella se hizo cargo de mí y por supuesto, de mi educación. Pero el principal objetivo de aquella formación era
básicamente, la religiosa, cuya creencia dotaba al pobre de fuerzas espiritual para seguir adelante y al morir, alcanzar el Reino de los Cielos. También ayudaba al rico, a que fuese aún más poderoso y aquellos privilegios, los otorgaban los incondicionales “amigos” provenientes deLa
Santa madre
Iglesia, que se introducían sibilinamente, en las familias más pudientes.
básicamente, la religiosa, cuya creencia dotaba al pobre de fuerzas espiritual para seguir adelante y al morir, alcanzar el Reino de los Cielos. También ayudaba al rico, a que fuese aún más poderoso y aquellos privilegios, los otorgaban los incondicionales “amigos” provenientes de
Mi abuela, única dueña de aquel poderoso imperio, era visitada a menudo
por el párroco del lugar. Recuerdo, como casi todas tardes a la hora del té, el
padre Federico llegaba puntual. Era muy correcto en el trato. Mi abuela, se sentía
inmensamente afortunada por sus continuas visitas. En su corazón, había crecido
un gran afecto por el padre, gracias a los amables gestos,
observaciones y consejos oportunos del eclesiástico.
Aquel pueblo estaba dotado de tierras exclusivamente agrícolas, una gran
parte de los habitantes del pueblo trabajaban en nuestros campos.
El padre Federico era muy apreciado entre todos los lugareños.
En sus paseos por el pueblo todos los fieles le solían besar la mano, y él, en agradecimiento, orgulloso sonreía. Cuando me topaba con el padre, procuraba hacerme el despistado, dando, si hacia falta, un gran rodeo para evitarle.
Esa simpática sonrisa que le caracterizaba y esa actitud de bonachón, la sustituía propinándome un sermón, y en cuanto veía a mi abuela, le relataba mis hazañas.
En sus paseos por el pueblo todos los fieles le solían besar la mano, y él, en agradecimiento, orgulloso sonreía. Cuando me topaba con el padre, procuraba hacerme el despistado, dando, si hacia falta, un gran rodeo para evitarle.
Esa simpática sonrisa que le caracterizaba y esa actitud de bonachón, la sustituía propinándome un sermón, y en cuanto veía a mi abuela, le relataba mis hazañas.
Yo me consideraba un chico normal, quizás algo cruel con los animillos del
campo y con los insectos, pero mis “inocentes travesuras” de niños de mi edad,
superaban la paciencia de mi abuela. Los castigos eran continuos y los sermones provenientes del padre Federico eran verdaderamente desconsiderados y
desproporcionados. El buen padre pretendía que mi persona estuviera envuelta en un
aura, como si de un Santo se tratara. Pero mi desenfreno no tenía enmienda...
El padre me tenía sometido a continuas confesiones, con sus consecuentes
penitencias. Reconozco mi rebeldía, pues mi arrepentimiento no duraba
demasiado, pese a los credos e infinidad de oraciones a las que me sometían.
Pero los continuos enfrentamientos por mi inocente actitud de jovenzuelo,
hacían que esa situación sobrepasara a todos, haciéndolas insostenibles.
Cuando cumplí los doce años, mi abuela me ingresó en una escuela
Diocesana. Tenía la sana intención de que consagrase mi vida al estudio de la religión, otorgándole a dicha formación, una dedicación plena.
Se había aferrado a la ilusión de que su único nieto fuese uno de esos
educados sacerdotes, que engalanado con sus hábitos dominicales, ofreciera a
los fieles la palabra de Dios, llenando de orgullo a la familia.
Pese a mi negativa, mi incorporación al seminario fue inmediata. Mientras
que los chicos de mi edad disfrutaban de juegos y primeros
amores, yo aprendía la doctrina.
Durante el tiempo que pasé en el seminario, la rutina de las oraciones me
superaba. Un ejército de recuerdos, legado por rechazo que siempre me produjo la figura del padre Federico, me perseguía.
Los mantuve aferrados a mi mente durante toda la permanencia en aquella
institución.
Cuando decidí alejarme de aquella vida de oraciones y plegarias, rompí al
completo las ilusiones de mi abuela, destrozando todos los esquemas que había puesto sobre mí. Se llevó el
disgusto más grande de su vida. Por aquel entonces su
salud estaba ya muy deteriorada.
A mi regreso a casa, el padre Federico seguía asediando a
mi abuela con sus persistentes visitas.
Él siempre fue un gran tertuliano, con sus coloquios, tomaba la
delantera en cada conversación. Mi abuela, cautivada por su verborrea, siempre se mostraba ¡tan agradecida¡ .En las reuniones familiares mi abuela comenzó a ignorarme. Su enojo, por mi decisión de abandonar los hábitos nos mantenía alejados . Incluso me
había retirado la palabra, solo se dirigía hacia mí, en señaladas ocasiones,
concediéndome el irónico trato, de usted.
A los pocos meses de mi regreso a casa, ocurrió algo que todo nos
negábamos a aceptar. Era domingo y esperábamos a que mi abuela nos honrara con
su presencia, para después del desayuno, como de costumbre, partir
hacia la iglesia. Pero su retraso nos inquietaba. La
doncella subió a su alcoba, pero mi abuela yacía muerta en su cama, su corazón había dejado de latir
y ella de existir, para así, unirse al Reino de los Cielo como era su fervoroso
deseo.
El padre Federico ofrecía misa a los fieles como de costumbre. Al terminar y advertir nuestra ausencia, fue a casa de inmediato. Halló lo ocurrido,
mostrándose terriblemente consternado y colmando de elogios, a mi abuela.
El entierro y la misa por su alma, fue muy popular. Todo el pueblo acudió a
ofrecerles sus respetos, como se esperaba.
La mañana de la lectura del testamento el primero en presentarse fue el
padre Federico. La herencia de mi abuela tenía muy claro su destino. Todas sus
tierras, sus posesiones, su poder absoluto los donaba a la Iglesia. El regocijo
del padre Federico era palpable. Reconozco que para mi fue una verdadera
sorpresa, como un jarro de agua fría vertido sobre mi espalda, aunque también confieso, que antes de que empezaran a
leer el testamento, tuve esa tremenda corazonada. Yo, anulado en la resolución
de aquel legado, solo recibiría una pequeña casa y algo en efectivo para
subsistir hasta que encontrase un empleo.
En
aquel momento sentí como si no hubiese tenido pasado. Como si solo el presente
fuera la única parte de mi vida que me quedaba por valorar.
Nuestra fortuna, nuestras tierras y nuestra potestad, cayeron en las redes dela
Iglesia y con ella se fue mi poca fé, en dicha institución. Hoy, pasado el tiempo, solo
alcanzo a rememorar con muchísimo rechazo, como el padre Federico con su poder, supo cosechar las
mieles de su triunfo…
Nuestra fortuna, nuestras tierras y nuestra potestad, cayeron en las redes de
Autora-Margary Gamboa.
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