Cuando éramos pequeñas, durante las vacaciones de verano, mi hermana y
yo, solíamos salir a investigar. Nos cogíamos de la mano y caminábamos sin
rumbo fijo. Nuestro lugar de residencia se situaba en un tranquilo pueblecito
del sur de España.
Acostumbrábamos a ir por veredas que desembocaban en campos sembrados o
senderos que parecían no tener fin. No se como después de andar tanto,
encontrábamos el camino de regreso, pero siempre lo hacíamos.
Nos entreteníamos jugando con cualquier cosa que veíamos y sobre todo,
nos encantaba el barro blanco. Ese sitio estaba en una zona bastante alejada de
nuestra casa y solíamos pararnos a coger un trozo de ese barro para utilizarlo
como si fuera plastilina; que en esos tiempos no se conocía; por lo menos
nosotras. Recuerdo ese día como si fuese ayer.
El tiempo estaba muy revuelto y el cielo amenazaba lluvia. Las calles
estaban más solitarias que de costumbre. Después de cruzar el pueblo y pasar
por el barranco blanco; así lo llamábamos, nos aventuramos a investigar una
nueva zona. Fuimos por un sendero muy largo cantando y jugando como siempre.
Anduvimos mucho rato sin saber por donde estábamos. De repente, comenzaron a
caer goterones muy grandes y el viento arreciaba tanto, que la tierra que
levantaba nos hacía daño en las piernas. Mi hermana me cogió de la mano y tiró
de mí fuertemente arrastrándome fuera del camino, para cobijarnos debajo de un
enorme sauce llorón. Pero llovía tan fuerte, que no nos cubría lo suficiente.
Muy cerca se veía un caserón en ruinas, era grande y parecía solitario;
la verdad es que daba mucho miedo. Mi hermana huyéndole a la lluvia no flaqueo,
echó a correr hacia la casa y yo la seguí sin pensarlo.
Empujamos la puerta y nada nos impidió la entrada. Estaba oscuro, muy
sucio y lleno de telarañas. Nos quedamos un momento en silencio y al acecho por
si oíamos algún ruido sospechoso. Todo estaba en la calma, solo se oía el
murmullo del viento y la lluvia que impactaba contra el suelo al entra por un
trozo de tejado roto. Aún así, mis piernas temblaban por el pánico. Había
una gran escalera que subía hasta el piso superior; en otras circunstancias
estoy segura que nos hubiéramos arriesgado a explorar, pero con el miedo que
teníamos, como para pensar en eso. Nos quedamos allí, sentadas en el escalón de
la paciencia, a esperar que dejase de llover. Permanecimos unos minutos en
silencio hasta que un enorme trueno rompió la calma y yo empecé a llorar sin
consuelo. Mi hermana intentaba calmarme, pero yo berreaba a agrito pelado. De
repente, se escuchó una voz tosca, que procedía del piso superior y parecía
estar muy cabreado.
-¿Quien anda Ahí?
Miramos aterradas hacía la parte de arriba de la escalera y vimos como un
hombre horrible, muy sucio y mal vestido, bajaba los escalones de dos en dos,
vociferando algo. No sabíamos qué, pero por supuesto no nos paramos a
averiguarlo.
Salimos de aquella casa tan deprisa que la lluvia ya no nos importó en
absoluto. Comenzamos a correr vereda abajo, sin mirar hacia atrás, como alma
que lleva el diablo. Llegamos a casa empapadas. Nos llevamos una gran
reprimenda, ninguna de las dos dijimos a mi madre absolutamente nada de lo
sucedido. Por supuesto, ya no se nos ocurrió volver a entrar en ninguna otra
casa abandonada.
Margary Gamboa.
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